..."Mi cabeza era entonces un naufragio dentro de la burbuja de la fiebre"...
Dicen que eras chiquita, de cuerpo y estatura. No me lo creo. Alguien que escribe así, que nos prende una vela en la noche más oscura, ha de ser un gigante!
Para un balance
Puse a prueba mil veces mi cabeza
forzándola hasta el cuello en las junturas donde se acaba el universo
o echándola a rodar hasta el vértigo azul por el interminable baldío de los cielos.
Impensables los límites; impensable también la ilimitada inmensidad.
Mi cabeza era entonces un naufragio dentro de la burbuja de la fiebre,
un trofeo de Dios sobre la empalizada del destierro,
un hirviente Arcimboldo en la pica erigida entre mis propios huesos;
y sin embargo urdía pasadizos secretos hacia las torres de la salvación.
La volví del revés, la puse a evaporar al sol de la inclemencia,
hasta que se fundió en la menuda sal de la memoria que es apenas la borra del olvido.
Pero cada región en blanco era un oleaje más hacia las tierras prometidas.
La arranqué de la luz sólo para sumirla en extravío en las trampas del tiempo,
sólo para probarle las formas de la noche y el pensamiento de la disolución
como un ácido ambiguo que preservara intacta la agonía.
Ha triunfado otra vez contra hierros y piedras, derrumbes y vacíos.
¿Y acaso no he probado,
bajo ruedas y ruedas de visiones en llamas que avasallan sin tregua mi lugar,
que aun con el infierno se acrecen los dominios de esta exigua cabeza?
Jugué mi corazón a la tormenta,
a un remolino de alas insaciables que llegaban más lejos que todas las fronteras.
Contra la dicha de ojos estancados donde se ahoga el sueño,
contra desmayos y capitulaciones, lo jugué hasta el final de la intemperie
a continuo esplendor, a continuo puñal, a pura pérdida.
Lo estrujaron entre dos trapos negros, entre cristales rotos,
igual que a una reliquia cuyo culto exaltara sólo la transgresión y el sacrilegio;
lo desgarró el arcángel de cada paraíso prometido, con su corte de perros;
la noche del verdugo lo clavó lado a lado en el cadalso de los desencuentros;
lo escarbaron después con agujas de hielo, con cucharas hambrientas,
y hallaron en el fondo un pequeño amuleto:
una gota de azogue que libra a quien se mira de la expiación y de la muerte.
He convertido así rostros oscuros en estrellas fijas,
depósitos de polvo en sitios encandilados como joyas en medio del desierto.
Pueden testimoniar aquellos a los que amé y me amaron hacia el fin del mundo
-un mundo que no termina ni aun bajo los tajos de los adioses a mansalva-.
¿Y dónde estará entonces la derrota de un corazón en ascuas,
alerta para el amor de cada día, indemne como el Fénix de la desmesura?
Aposté mi destino en cada encrucijada del azar al misterio mayor,
a esa carta secreta que rozaba los pies de las altas aventuras en el portal de la leyenda.
Para llegar allí había que pasar por el fondo del alma;
había que internarse por pantanos en los que chapotean la muerte y la locura,
por espejismos ávidos como catacumbas y túneles abiertos a la cerrazón;
había que trasponer fisuras como heridas que a veces comunican con la eternidad.
No preservé mi casa ni mis ropas ni mi piel ni mis ojos.
Los expuse a la sanción feroz de los guardianes en los lindes del mundo,
a cambio de aquel paso más allá en los abismos del amor,
de un eco de palabras sólo reconocibles en el abecedario de los sueños
de una inmersión a medias en las aguas heladas que roen el umbral de la otra orilla.
Si ahora miro hacia atrás,
veo que mis pisadas no dejaron huellas fosforescentes en la arena.
Mi recorrido es una ráfaga gris en los desvanes de la niebla,
apenas un reguero de sal bajo la lluvia, un vuelo entre bandadas extranjeras.
Pero aún estoy aquí, sosteniendo mi apuesta,
siempre a todo o a nada, siempre como si fuera el penúltimo día de los siglos.
Tal vez haya ganado por la medida de la luz que te alumbra,
por la fuerza voraz con que me absorbe a veces un reino nunca visto y ya vivido,
por la señal de gracia incomparable que transforma en milagro cada posible pérdida.
de La noche a la deriva (1984)
No hay puertas
Con
arenas ardientes que labran una cifra de fuego sobre el tiempo,
con una ley salvaje de animales que acechan el peligro desde su madriguera,
con el vértigo de mirar hacia arriba,
con tu amor que se enciende de pronto como una lámpara en medio de la
noche,
con pequeños fragmentos de un mundo consagrado para la idolatría,
con la dulzura de dormir con toda tu piel cubriendo el costado del miedo,
a la sombra del ocio que abría tiernamente un abanico de praderas celestes,
hiciste día a día la soledad que tengo.
Mi soledad está hecha de ti.
Lleva tu nombre en su versión de piedra,
en un silencio tenso donde pueden sonar todas las melodías del infierno;
camina junto a mí con tu paso vacío,
y tiene, como tú, esa mirada de mirar que me voy más lejos cada vez,
hasta un fulgor de ayer que se disuelve en lágrimas, en nunca.
La dejaste a mis puertas como quien abandona la heredera de un reino del
que
nadie sale y al que jamás se vuelve.
Y creció por sí sola,
alimentándose con esas hierbas que crecen en los bordes del recuerdo
y que en las noches de tormenta producen espejismos misteriosos,
escenas con que las fiebres alimentan sus mejores hogueras.
La he visto así poblar las alamedas con los enmascarados que inmolan el
amor
—personajes de un mármol invencible, ciego y absorto como la distancia—,
o desplegar en medio de una sala esa lluvia que cae junto al mar,
lejos, en otra parte,
donde estarás llenando el cuenco de unos años con un agua de olvido.
Algunas veces sopla sobre mí con el viento del sur
un canto huracanado que se quiebra de pronto en un gemido en la garganta
rota de la dicha,
o trata de borrar con un trozo de esperanza raída
ese adiós que escribiste con sangre de mis sueños en todos los cristales
para que hiera todo cuanto miro.
Mi soledad es todo cuanto tengo de ti.
Aúlla con tu voz en todos los rincones.
Cuando la nombro con tu nombre
crece como una llaga en las tinieblas.
Y un atardecer levantó frente a mí
esa copa del cielo que tenía un color de álamos mojados y en la que hemos
bebido
el vino de eternidad de cada día,
y la rompió sin saber, para abrirse las venas,
para que tú nacieras como un dios de su espléndido duelo.
Y no pudo morir
y su mirada era la de una loca.
Entonces se abrió un muro
y entraste en este cuarto con una habitación que no tiene salidas
y en la que estás sentado, contemplándome, en otra soledad semejante a mi
vida.
De: Los juegos peligrosos